A través de entrevistas con antiguos miembros de la Stasi alemana y algunas de sus víctimas, Anna Funder reúne testimonios para mostrar el verdadero poder de la Stasi, que contaba con el mayor número de miembros por ciudadano que cualquier otro estado totalitario de la historia.
La autora configura una visión espeluznante de una sociedad controlada: la policía secreta en Occidente, su infiltración en medios políticos, cómo vendían a los disidentes por divisas de la Alemania Occidental y qué sucedió en los últimos días de la RDA.
Ciudad de México, 8 de noviembre (SinEmbargo).- Durante años se creyó que en la RDA no existía oposición al comunismo, una afirmación amparada por la historia y la naturaleza de los alemanes del Este, un pueblo disciplinado y educado para obedecer órdenes. Pero más allá de estas concepciones, existía el poder de la Stasi, la policía secreta de la RDA, que contaba con el mayor número de miembros y confidentes por ciudadano que cualquier otro estado totalitario de la historia.
A través de diferentes entrevistas con antiguos miembros de la Stasi y algunas de sus víctimas, la autora reúne testimonios para configurar una visión espeluznante de una sociedad controlada: la acción de la policía secreta en Occidente, su infiltración en medios políticos, cómo vendían a los disidentes por divisas de la Alemania Occidental y qué sucedió en los últimos días de la RDA.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Stasiland, escrito por la abogada especialista en derecho internacional Anna Funder. Por cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House, este es el libro que recopila casos, documentos y archivos que muestran el verdadero poder de la Stasi alemana.
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1
Berlín, invierno de 1996
Tengo resaca y voy sorteando la muchedumbre de la estación de Alexanderplatz como si fuera un coche. En varias ocasiones calculo mal mi anchura y acabo chocando contra un basurero o contra un poste de publicidad. Mañana se me revelarán moretones en la piel, igual que una fotografía en un negativo.
Un hombre que está de cara a la pared se da la vuelta sonriendo y subiéndose la bragueta. No tiene cordones en los zapatos y apenas dientes en la boca; su cara y su calzado están igual de dados de sí. Otro hombre vestido con un overol, con una escoba del tamaño de un secapistas de tenis, esparce por el andén desinfectante en bolitas; va formando arcos de polvo verde, colillas y orín. Un borracho matutino camina por el suelo como si éste fuese a desaparecer. Voy a coger el metro que va a la Ostbahnhof para desde allí tomar un tren regional a Leipzig, un trayecto de un par de horas. Me siento en un banco verde; miro los azulejos verdes, el aire verde.
De buenas a primeras, no me encuentro muy bien. Tengo que salir a toda prisa a la superficie, volver por las escaleras por las que he venido. Por arriba, Alexanderplatz es una monstruosa extensión de cemento gris diseñada para que la gente se sienta pequeña. Funciona. Fuera está nevando. Atravieso la nieve medio derretida hasta donde sé que hay unos urinarios; al igual que las vías del metro, también están bajo tierra, pero a nadie se le ha ocurrido conectarlos con la estación a la que prestan servicio. Al bajar los escalones el nauseabundo olor a antiséptico es abrumador.
Al fondo se ve a una mujer corpulenta con un delantal morado y un maquillaje de lo más estridente. Está detrás de un mostrador de cristal que custodia su alijo de preservativos, pañuelos y tampones. No cabe duda de que se trata de una mujer a la que no le asustan los desechos de la vida. Tiene una piel suave y reluciente y varios niveles de papada. Debe de rondar los sesenta y cinco años.
—Buenos días—le digo. Me siento incómoda. He oído historias sobre bebés alemanes y sobre pesar sus alimentos y sus heces para intentar establecer el peso de la vida. Esta clase de historias maternales siempre me han parecido muy poco apropiadas. Hago uso del baño, salgo y dejo una moneda en el platillo. Se me ocurre que la única función de las perlas desinfectantes es disimular el olor del cuerpo humano con uno aún peor.
—¿Cómo está la cosa por ahí arriba? —me pregunta la señora de los baños, señalando el tramo de escalones con la cabeza.
—Bastante frío.—Me cuelgo la mochila a la espalda—. Pero tampoco es para tanto, no hay mucho hielo por el suelo.
—Eso no es nada todavía —resopla. No sé si se trata de una amenaza o de un alarde. A esto es a lo que llaman Berliner Schnauze, u hocico berlinés: una actitud de «chúpate ésa». No quiero estar aquí pero tampoco quiero subir al frío. El olor a desinfectante es tan fuerte que no sabría decir si me siento mejor o más mareada.
—Llevo aquí veintiún años, desde el invierno de 1975. He visto cosas mucho peores.
—Sí que lleva tiempo.
—Desde luego.Tengo una clientela fija, te lo aseguro. Me conocen, les conozco. Una vez vino hasta un príncipe, un tal Von Hohenzollern. Supongo que le contará lo del príncipe a todo el mundo. Pero funciona, siento curiosidad.
—Ajá.¿Antes o después de la caída del Muro?
—Antes. Era del Oeste y había venido de viaje de un día. Solían pasar bastantes occidentales, ¿sabe usted? Y me invitó a su palacio.—Se da una palmadita sobre el voluminoso busto—. Pero, claro, no podía ir.
Por supuesto que no: el Muro de Berlín pasaba a unos dos kilómetros de aquí y no había manera de saltarlo. Junto con la Gran Muralla china, fue una de las estructuras más largas que jamás se hayan construido para mantener separada a la gente. La señora pierde credibilidad por momentos pero, en consonancia, su historia va mejorando. Y, de pronto, ya no huelo nada.
—¿Ha viajado usted desde que cayó el Muro? —le pregunto.
Echa la cabeza hacia atrás con cierto desdén. Veo que lleva un perfilador de ojos morado que, desde ese ángulo, parece fosforito.
—Todavía no. Pero me gustaría… A Bali o algún sitio porel estilo. O a China. Sí,a China.—Tamborilea con sus uñas pintadas sobre la vitrina de cristal y fantasea a media distancia, por encima de mi hombro izquierdo—. ¿Sabe lo que deverdad me gustaría hacer? Me gustaría echarle un vistazo al Muro, a la muralla esa que tienen allí.
El tren sale de la Ostbahnhof y va acelerando hasta alcanzar velocidad de crucero. El ritmo mece como una cuna y acalla el repiqueteo de mis dedos. La voz del conductor llega a través de los altavoces recitando las paradas: Wannsee, Bitterfeld, Lutherstadt, Wittenberg. En el norte de Alemania habito el extremo gris del espectro: edificios grises, tierra gris, pájaros grises, árboles grises. Fuera de ahí la bobina de la ciudad, y luego la del campo, pasan en blanco y negro. Anoche es una borrosa nube de humo: otra sesión de bar con Klaus y sus amigos. Pero ésta no es de esa clase de resaca con la que tienes que borrar de un tachón el día. Es de una clase más interesante, de esa en que las sinapsis destruidas se van regenerando poco a poco por su cuenta, perdiéndose a veces a medio camino y provocando así nuevas y extrañas conexiones.
Me acuerdo de cosas que no había recordado con anterioridad, cosas que no salen del ordenado almacén de recuerdos al que llamo «Mi pasado». Me acuerdo del bigote de mi madre al sol, me acuerdo de la pronunciada sensación de ansiedad y angustia de la adolescencia, me acuerdo del olor a cal viva de los frenos del tranvía en verano. Crees que tienes tu pasado archivado por temas pero, en realidad, está esperando a reconectarse, en algún momento, por sí solo.
Me acuerdo de que aprendí alemán, tan bello y exótico, en la escuela, en Australia, en la otra punta de la Tierra. A mi familia no le hacía mucha gracia que aprendiera una lengua tan fea y extraña, una lengua que, aunque resultaba complicado expresarlo así, era la lengua del enemigo. Sin embargo, a mí me gustaba su parecido con un juego de construcciones, por eso de crear largas palabras compuestas a partir de varias pequeñas. Se podía dar vida a cosas que no tenían nombre en inglés: Weltanschauung, Schadenfreude, sippenhaft, Sonderweg, Scheissfreundlichkeit, Vergangenheitsbewältigung. Me gustaba la amplia gama de palabras entre lo «descorazonador» y lo «acorazonado». Me gustaba el orden, la diligencia con que imaginaba a la gente. Más tarde, en los años ochenta, cuando pasé una temporada en Berlín Occidental no pude dejar de preguntarme qué estaría pasando al otrolado del Muro.
Sentada frente a mí, una mujer con la barriga como un tonel desenvuelve unos emparedados de pan negro. Hasta el momento ha hecho como si yo no existiera, como si no estuviésemos pendientes de que nuestras rodillas se rozasen. Tiene las cejas pintadas en arcos de sorpresa, o puede que de amenaza.
Me paro a pensar en los sentimientos que he desarrollado hacia la antigua República Democrática de Alemania. A pesarde que es un país que ya no existe, aquí estoy yo, en un trenque lo atraviesa a todo trapo, dejando atrás sus casas en ruinas y a su gente desconcertada. Esta sensación requiere una palabra de juego de construcciones: sólo puedo calificarla de «horrormance». Es una sensación tonta, pero no quiero deshacerme de ella. El romance es por ese sueño de un mundo mejor que los comunistas alemanes quisieron construir sobre las cenizas del pasado nazi: de uno que se adecuase a sus capacidades a uno que se adecuase a sus necesidades.El horror es por lo que hicieron en su nombre. Alemania del Este habrá desaparecido, pero sus rescoldos siguen a la vista.
Mi compañera de viaje saca un paquete de West, la marca más popular, por lo que se ve, desde que cayera el Muro. Se enciende uno y echa el humo por encima de mi cabeza. Cuando se lo acaba apaga la colilla en la papelera, se cruza de brazos sobre el regazo y se queda dormida. Su expresión, fijada a lápiz, no se inmuta.
La primera vez que estuve en Leipzig fue en 1994, casi cinco años después de la caída del Muro en noviembre de 1989. Alemania del Este seguía sintiéndose como un jardín amurallado, como un lugar perdido en el tiempo. No me habría sorprendido que las cosas supiesen aquí de otra manera, las manzanas a peras, por ejemplo, o el vino a sangre. Leipzig fue el núcleo de lo que ahora todo el mundo llama die Wende, «el Giro».El Wende fue la revolución pacífica contra la dictadura comunista de Alemania Oriental, la única revolución que ha triunfado en toda la historia alemana. Leipzig fue el punto de partida y el corazón. Ahora, dos años después, vuelvo una vez más.
En 1994 me encontré con una ciudad de aluvión. Las calles serpenteaban con el gesto torcido, había cochambrosos pasajes entre edificios que te llevaban sin esperarlo al siguiente bloque y arcos bajos que canalizaban a la gente hacia bares subterráneos. Mi mapa no guardaba ningún parecido con cómo se vivía la vida en Leipzig. La gente informada cogía atajos ocultos através de los edificios, o seguía líneas no dibujadas entre bloques, caminando por encima y por debajo del nivel del suelo. Me perdí sin remedio. Estaba buscando el museo de la Stasi enla Runde Ecke, o el edificio de la «esquina redonda», sede, en sus tiempos, de las oficinas de la Stasi. Necesitaba ver con mis propios ojos parte del vasto aparato que había constituido el Ministerio para la Seguridad del Estado de Alemania del Este.
La Stasi era el ejército interno mediante el cual ejercía el control el gobierno. Su función era saberlo todo sobre todo el mundo, valiéndose para ello de cualquier medio. Sabía quién venía a visitarte, sabía a quién llamabas por teléfono y sabía si tu esposa se acostaba con alguien. Era la metástasis de la burocracia en la sociedad de la RDA: abierta o veladamente, siempre había alguien informando a la Stasi sobre sus colegas y amigos, en cada escuela, en cada fábrica, en cada bloque de pisos, en cada bar. Obsesionada como estaba por el detalle, la Stasi no fue capaz de predecir en ningún momento el fin del comunismo ni, por ende, el fin del país. Entre 1989 y 1990 todo quedó patas arriba: un día, unidad de espionaje estalinista; al siguiente, museo. En sus cuarenta años, «la Compañía» generó el equivalente a todos los archivos históricos de Alemania desde la Edad Media. Si los pusiésemos en vertical, uno detrás de otro, los expedientes que la Stasi recopiló sobre sus conciudadanos y conciudadanas formarían una línea recta de 180 kilómetros de largo.
Por fin encontré la Runde Ecke: era enorme. Un tramo de escaleras conducía hasta unas gruesas puertas dobles tachonadas y revestidas de metal. Me encogí como Alicia. A la derecha, sobre la fachada de hormigón, había un rectángulo descolorido, una mínima parte del edificio que no había quedado teñida por la contaminación; allí había estado colgada una placa que decía «Ministerio para la Seguridad del Estado: Delegación de Leipzig» o algo por el estilo. Entre el júbilo y el miedo, la habían arrancado durante la revolución y desde entonces nadie había vuelto a verla.
Deambulé por el interior. Todos los escritorios estaban tal y como habían quedado la noche en que los manifestantes habían tomado el edificio, de un orden que daba miedo: teléfonos de disco de dos en dos; trituradoras tiradas a la basura tras averiarse durante los últimos intentos desesperados de la Stasipor eliminar los expedientes más incriminatorios. Encima de un escritorio había colgado un calendario de 1989 con una foto de una mujer desnuda de cintura para arriba, pero, aparte de eso, lo que atestaba las paredes eran las insignias comunistas. Las celdas estaban abiertas, y como dispuestas a recibir más presos. A pesar de los grandes esfuerzos de Miss Diciembre, el edificio destilaba humedad y burocracia.
El comité de ciudadanos que administraba el museo había expuesto algunas piezas sobre mamparas de conglomerado barato. Había un negativo de la famosa fotografía de las manifestaciones de otoño de 1989, donde se veía un mar de gente con velas y con las cabezas apuntando hacia el edificio, mirando a la cara a sus supervisores. Sabían que era desde aquí desde donde se observaban sus vidas, se manipulaban y, en ocasiones, hasta se destruían. Había copias de los télex cada vez más histéricos entre el cuartel general de la Stasi en Berlín y esta delegación, donde los funcionarios se habían atrincherado tapiando las ventanas con trozos de hojalata. «Salvaguardentodas las premisas del Ministerio» ,ordenaban, y «Protejantodos los elementos encubiertos».
Mis favoritas eran las fotos de los protestantes ocupando el edificio el 4 de diciembre de 1989, tomando los pasillos aún con la sorpresa en las caras, como si estuviesen medio esperando a que les pidiesen que abandonasen el edificio. De hecho, al entrar, los guardias de la Stasi requirieron verlas identificaciones de los manifestantes, en una extraña parodia del control que, justo en ese momento, estaban perdiendo. Los manifestantes, en la conmoción, se sacaron obedientemente el documento de identidad de la cartera. Luego conquistaron el edificio.
A medida que fueron saliendo a la luz los archivos se fueron revelando grandes y pequeños misterios. Entre ellos destacaban los tics del hombre de a pie en plena calle. El siguiente documento se podía ver en la exposición:
Señales que han de observarse:
1. ¡Cuidado! El sujeto se aproxima.
(tocar nariz con mano o pañuelo)
2. El sujeto está caminando, se aleja o se adelanta.
(acariciar pelo con mano o saludar con sombrero un instante)
3. El sujeto está quieto.
(llevarse una mano a la espaldao al vientre)
4. El observador desea terminar la observación porque corre peligro de ser descubierto.
(agacharse y atarse los cordones)
5. El sujeto vuelve.
(ambas manos tras la espaldao al vientre)
6. El observador desea hablar con el líder del equipo o con otros observadores.
(sacar el maletín o equivalente y examinar su contenido)
Me imagino la danza callejera del sordo mudo; agentes haciéndose señas entre sí desde una esquina a otra: tocándose la nariz, la barriga, la espalda y el pelo, atándose y desatándose cordones, descubriéndose ante extraños y rebuscando entre papeles. Toda una coreografía para niños exploradores traviesos.
Hacia el fondo del edificio, tres estancias albergaban artefactos de la Stasi en vitrinas de cristal. Había una caja de pelucas y bigotes falsos acompañados de pequeños botes de pegamento para fijarlos. Había bolsos de vinilo con micrófonos disimulados entre los pétalos de unas flores tachonadas. Había escuchas ocultas que habían estado en paredes de pisos y una montaña de cartas que nunca llegaron al Oeste. En uno de los sobres se veía una caligrafía infantil en lápices de colores, un color para cada letra de la dirección.
Una de las vitrinas no contenía más que botes vacíos. Estaba mirándolos extrañada cuando se me acercó una mujer. Parecía la versión femenina de Lutero, pero en guapa. Rondaba los cincuenta, tenía los pómulos marcados y una mirada franca. Parecía simpática, pero también parecía como si supiese que yo me había estado mofando mentalmente de un régimen que requería que sus miembros firmasen juramentos de lealtad semejantes a certificados de matrimonio, que confiscaba las tarjetas de cumpleaños que mandaban los niños a sus abuelosy que mecanografiaba estúpidos memorandos en escritorios bajo calendarios de mujeres pechugonas. La mujer era Frau Hollitzer, la directora del museo.
Frau Hollitzer me explicó que los botes que teníamos frente a nosotras eran «muestras de olor». La Stasi había desarrollado un método seudocientífico, el «muestreo de olor», para encontrar a delincuentes. La teoría se basaba en que todos tenemos un olor que nos distingue y que vamos dejando allá por donde tocamos. Este olor se puede aislar y, con la ayuda de perros entrenados, comparar para encontrar coincidencias. La Stasi llevaba sus perros y sus botes a una localización en la que sospechaban que había habido una reunión ilegal y probaban a ver si los perros podían captar olores de gente cuyas esencias ya tenían en botes.
En la mayoría de los casos, las muestras de olor se requisaban sin permiso. La Stasi podía irrumpir en el piso de cualquiera y hacerse con alguna prenda, preferentemente lo más cercana a la piel posible, con frecuencia ropa interior. En otras ocasiones, hacían venir al «sospechoso» bajo cualquier pretexto y después del interrogatorio pasaban un paño por elasiento de vinilo donde había estado sentado. Las prendas robadas o el paño se guardaban entonces en un bote sellado. Los envases parecían botes de mermelada. En una etiqueta pude leer: «Nombre: Herr (Apellido). Tiempo: 1hora. Objeto: Calzoncillos del sujeto».
Cuando los ciudadanos de Leipzig entraron en el edificio, encontraron una colección de muestras de olor de lo más completa. Luego los botes se esfumaron. No volverían a aparecer hasta junio de 1990, en la «despensa de olores» de la Policía de Leipzig; aunque, eso sí, vacíos. Al parecer, la Policía de Leipzigse los había apropiado para utilizarlos con fines propios, incluso durante el periodo posterior a la caída del Muro, cuando la democracia daba aquí sus primeros pasos. Los botes seguían teniendo sus meticulosas etiquetas, por lo que se pudo demostrar que la Stasi de Leipzig había requisado muestras de olor de toda la oposición política a este lado de la Sajonia. Quién sabe quién tendrá ahora estos restos de materia y de calcetines viejos,ni para qué los querrá.
Más tarde, Frau Hollitzer me hablaría de Miriam, una mujer cuyo marido murió en una celda de los calabozos de la Stasi. Se rumoreaba que la Stasi había orquestado el funeral, hasta el punto de sustituir un ataúd lleno por uno vacío e incinerar el cuerpo para destruir cualquier prueba de la causa de la muerte. Imaginé a portadores de féretro pagados haciendo como si estuviesen soportando el peso de un ataúd vacío, o talvez soportando en realidad un ataúd relleno con ochenta kilos de periódicos viejos y piedras. Imaginé no saber si tu marido se ha colgado o si lo ha matado alguien con quien te has cruzado por la calle. Pensé que estaría bien hablar con Miriam, antes de que mis imaginaciones se convirtiesen en falsos recuerdos.
Regresé a casa, a Australia, pero ahora estoy de vuelta en Berlín. No me podía sacar de la cabeza la historia de Miriam, un extraño relato de segunda mano de una mujer a la que nunca he visto. Encontré un trabajo de media jornada en la televisión y me dediqué a buscar algunas de las historias de un país echado a perder.